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Radiografía de La Pirata, La Gloria y Las cuatro Milpas; tres pulquerías icónicas de la CDMX

  • David Rojas
  • 8 nov 2017
  • 7 Min. de lectura

En la ciudad hay cientos de templos dedicados a todo tipo de deidades o santidades. Escondidos y olvidados se hallan aquellos santuarios erguidos para venerar a Mayahuel, diosa mexica del maguey y la embriaguez. En estos lugares no se consagra con la sangre de Cristo, sino con la propia bebida de los dioses, lo que eleva al macehual a nivel de teotl. Al poniente de la capital hay tres recintos, no los únicos, destinados al pulque: a su venta, su exaltación y, por supuesto, su consumo. Son lugares donde las historias y anécdotas no faltan.

Como si se tratase de un acuerdo La Pirata, La Gloria y Las Cuatro Milpas guardan armoniosamente los mismos elementos. Puertas similares a las de las cantinas, esas que abren por en medio de par en par y se quedan zangoloteando; un cuadro de la Virgen de Guadalupe, el rincón más cuidado y decorado en los tres casos; molcajetes gigantes con mínimo 50 cm. de diámetro, junto a los recipientes de basalto se pueden ver tortillas y salsas, roja o verde.

El olor es fuerte, penetrante, único del pulque. Tan pronto se cruza por las puertas vaivén, de golpe entra a la nariz ese hedor agrio tan característico de la bebida. Como si se tratara de la entrada a otra realidad, dentro de las pulquerías hay fiesta, embriaguez, música tocada por rocola, charla, risas, gritos, olvido, todo distinto a lo que se vive en la cotidianidad afuera. Para la clientela frecuente no hace falta esperar al fin de semana para “armar la fiestota”, comenta un cliente con más de 35 años de lealtad a La Pirata.

Al otro lado de la barra, la guarida del tendero, se pueden ver los toneles de madera con franjas blancas, un poco escondidos, donde se guarda el pulque blanco o natural; por encima de estos recipientes, y a la vista de todos, están las barricas de metal donde hay pulques curados o de sabor. De estas se sirve de un grifo dispuesto al alcance del vendedor; el pulque blanco lo sirve con una jarra de plástico directo de los toneles. El menú del día es: limón, piña y avena en La Gloria; mamey, jitomate, avena y melón en La Pirata; y guayaba y cacahuate en Las Cuatro Milpas. Decenas de botellas de plástico destinadas a guardar el pulque “para llevar” también forman parte de la zona prohibida para los clientes y exclusiva para el pulquero. Más por encima de todo, carteles con los precios y horarios de servicio.

No son lugares donde la vista o el olfato se puedan regocijar. Las paredes no están tan mal, los colores aún no son tan opacos y no hay tanta mugre, una que otra telaraña en el techo y algunas manchas de humedad que la pintura no puede disimular. El piso es lo que más deja a desear, el azulejo despintado, sucio, con manchas de sangre en el suelo. Las coladeras en medio de los locales, y agua encharcada a su alrededor. Ni que decir del olfato, por un lado, lo que predomina es el propio pulque, pero en el aire se combina la fragancia de los borrachos, del vómito apenas limpiado, de orines saliendo del baño y del agua encharcada.

Los establecimientos no son gigantes, ni mucho menos. Apenas hay el espacio ideal para 9, 10, 11 o 12 mesitas, sólo para cuatro a lo mucho cinco clientes, rodeadas todas con banquitos de apenas 60 cm. sin respaldo, algunos rotos, despostillados, otros incompletos, otros con las patas chuecas y oxidadas. Cuando los que se reúnen son muchos optan por juntar las mesas, sobre de ellas hay vasos de litro, muy parecidos a jarras; también unas jarras de madera que parecen barrilitos, en estos caben cinco litros. En cada mesa se juntan amigos, compadres, conocidos o desconocidos, cada uno con una historia dispuesta a salir al paso de los litros de pulque, esperando a que la lengua se afloje producto del alcohol.

Entre todos es fácil encontrar un compañero de parranda, alguien determinado en contar una historia, debatir de política o futbol, hablar de historia: la propia o la del lugar, o la de alguien dormido en una de las mesas, o del más borracho o del más frecuente, una historia jamás falta. Todos los bebedores ya tienen sus años encima, sus cabezas y bigotes blancos los delatan, las bolsas debajo de los ojos cansados, las arrugas y hasta su forma de hablar son síntomas, también, de la edad. Sobresalgo, quizás por imberbe, por mis cabellos negros, por mi piel aún lisa y humectada o por la falta de bolsas debajo de mis ojos; tal vez por ello llamo la atención de más de un curioso que se acerca con su vaso a preguntar qué hago ahí, si me gusta el pulque.

De a poco me integro a la charla de las mesas de al lado, lugar original de mi entrevistador. Hablan de política, y las preguntas hacía mí después de cada argumento son constantes, les gustan mis respuestas por lo que me acaban invitando a su mesa. Sigue la entrevista, ahora por parte de todos los acompañantes de mi primer conocido. Desde mi edad hasta a qué me ocupo, mi postura política, mi equipo de futbol, de béisbol, de futbol americano, simpatizo con todos, por lo cual al ver que mi bebida se estaba acabando llaman a “Karlita”.

--Otro pulque, acá para mi amigo -dice un hombre, podría decir que el más joven de todos mis anfitriones, con la voz ronca y entre carcajadas.

--No, gracias. -replico por pena, aunque por supuesto que otro curadito nunca cae mal.

--Entonces ¿de qué se lo traigo? -pregunta la tendera a mi invitador como ignorando lo que había dicho, o que estaba ahí.

--A ver, ¿de qué te lo chingaste? -Ve mi vaso y se responde sólo --De guayaba, pues tráele uno de cacahuate, ordena a Karlita.

Las cantinas ya no son como antes, ni la sociedad lo es. En el pasado era prohibido que las mujeres entraran, sin excepción. La Pirata y La Gloria aún guardan un recuerdo de eso en su diseño, pues claramente hay una entrada para mujeres. Por esas puertas no se entra a la cantina, sino que dan a una ventanita que deja ver la barra y desde ahí se les despachaba. Hoy cual más entra, sin reproches de los hombres, al contrario, saludos con sonrisas llueven de todos lados. Tan se ha dejado de lado la discriminación que Karlita es quien atiende en Las Cuatro Milpas. En La Pirata la presencia más esperada por un grupo de hombres sentados al fondo era la de una mujer, al entrar todos le reprochan el haber llegado tarde y antes de que termine de tomar asiento todos, sin excepción, le ofrecen un vaso de pulque.

Mónica visita La Gloria todo el día, todos los días. Es la primera en llegar y la última en irse según los otros visitantes, su mesa favorita es la primera al entrar, casi frente a la barra y pegada a la pared, debajo de la Virgen de Guadalupe y su altar con flores, luces led y dos cortinas que simulan un telón. Justo debajo de la Virgen se sienta Mónica y pide un litro tras otro a Panchito, el tendero, no tiene necesidad de levantarse para pedirlo por su cercanía a la barra, sólo se levanta para recoger su vaso lleno, llegar a este no le cuesta ni tres pasos, saca dinero de una bolsa de plástico transparente y regresa a su asiento. “En este establecimiento no se discrimina por motivos de raza, religión, orientación sexual, condición física o socioeconómica, ni por ningún otro motivo” dice el cartel que se halla a los pies de la imagen religiosa y a la cabeza de Mónica.

Se pueden oír peticiones de canciones cuando alguien saca $5 y camina a la rocola. Son nombradas toda clase de artistas, géneros y canciones, muchas desconocidas para mí. Los gritos se hacen más fuertes cuando se introduce la moneda que sirve como motor para el aparato. Nadie está de acuerdo con nadie, y quien paga el derecho por tres canciones no puede decidir por sí solo, aunque sea su moneda. La discusión en La Pirata dura hasta que en uno de los tantos gritos se escucha “Jaramillo”, todos comienzan a asentar con la cabeza y pedir canciones de Julio Jaramillo, una vez tomada la decisión del artista, quien maneja la máquina se siente libre de elegir la canción que le complazca; al ritmo de Nuestro Juramento sigue la charla de unos, mientras que otros acompañan la voz de Jaramillo entre tragos.

Mientras miro absorto y divertido el reclamo de unos por la canción elegida y la aceptación de otros, alguien me habla desde el otro rincón, también difiere del resto de los clientes, pues es bastante más joven que muchos de ahí, viste playera negra y Convers blancos, su cuerpo se ve bastante trabajado, tiene una barba descuidada y anteojos. No entiendo lo primero que dice así que me acerco, me pregunta si conozco a los bohemios que decidieron oír a Jaramillo, mientras que comienzan a sonar las guitarras de un nuevo bolero, respondo que no. Comenzamos a platicar del gusto por el pulque, un tema común en espacios similares, nos recomendamos pulquerías y pregunto por la frecuencia con la que visita el lugar.

--Voy llegando de Centroamérica, pero allá no hay nada de esto, justo hoy llegué y lo primero que hice fue venir por un pulque -contesta sonriéndose.

--¿O sea que ni a la familia has visto a ver? -pregunto carcajeando.

--No, con ellos hablaba diario -responde con una carcajada más fuerte que la mía.

Tras querer platicar con Panchito y recibir respuestas secas y forzadas a mis cuestionamientos, se me acerca un viejo calvo y con panza que le rebasa el cinturón café donde guarda su celular; apenas se le entiende por lo ronco de su voz, los tartamudeos consecuencia del pulque y la música de la rocola. Comienza a contarme que a él no le gusta que desprestigien el pulque por la cerveza, “la cerveza es una chingadera a comparación de mi pulquito”, dice mientras le da un sorbo largo a su curado de avena. Mientras esta bebiendo dos hombres, uno más alto que el otro y visiblemente más sobrio, comienzan a discutir por un juego de baraja española.

El más bajito, moreno, con bigote y mucho más delgado que el primero, se quita la chamarra de los Raiders que le cuelga hasta las rodillas y se abalanza a golpes, su adversario atina el primer golpe mandándolo de nalgas al suelo; el que está en el suelo se para y ahora se desprende de su playera, nuevamente se avienta hacia su rival con puñetazos a toda velocidad y el despreocupado rival sin esfuerzo alguno vuelve a tirar al desnudo. Cinco veces en total fue al suelo Miguel, como después supe que se llamaba el más bajito. Sólo hubo cinco golpes en la pelea, el único que conecto puñetazos ayuda a levantar a su compañero de baraja y se abrazan. “No te saques de onda, estas cosas pasan en La Gloria” me dice la voz ronca y apenas entendible.

Foto: Diamante Pérez

 
 
 

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